Oscar R. Ruiz

(en algún lugar tengo que poner y mostrar lo que escribo. Hasta ahora, no encontré uno mejor que éste)

El blog de Oscar Ruiz

7/9/23

EL RELATO DEL MES :     GOTA DE MIEL



Gota de miel

El avión al fin logra aterrizar después de  dos horas de vuelo bastante movido. La cara de los doce desconocidos compañeros de viaje lo confirma. También  el hecho que ninguno aplaudió. No sé porque le encanta hacer eso  a la  gente que viaja en avión. Una costumbre ridícula; como si uno debiera aplaudir a un mozo porque le sirvió correctamente el vino o al mecánico porque arregló bien el auto.

Amaneció hace poco, el sol no tiene fuerza y el viento hace de las suyas. El frio se nota.

Es una sensación rara la que tengo, la que me provoca volver a pisar el suelo de mi provincia natal después de tantos años. Mientras apuro el paso atravesando la pista hacia el pequeño edificio en fila india junto a los otros  pasajeros, pienso que vamos como  hormigas hacia el azúcar,  pero en lugar de azúcar hay valijas. Pocas, porque la mayoría de la gente viaja muy ligero de equipaje. Trámites, negocios, situaciones pasajeras, maletines caros, bolsos de mano pequeños. En esta época la gente ya no viaja para encontrarse cara a cara. 

            Sólo a una señora mayor  la  han venido a recibir sus hijos y sus nietos. Se queda esperando las valijas. Los demás desaparecen  apurados en busca de un taxi.

Voy al baño y decido tomarme un café y un tiempo.

            Y es lo que hago. 

            El pequeño aeropuerto, ahora quedó prácticamente desierto.  Pido un auto, el chango que abre las puertas por una moneda pega un chiflido y un Peugeot 504 estacionado a la sombra de un algarrobo se acerca hasta la dársena donde estamos esperando. El chofer tiene pinta de turco, o de árabe. 

--Buen día señor , ¿Qué tal el vuelo? –me dice el chofer.

--Al hotel Libertador  –le indico solamente por respuesta.

            No son las nueve de la mañana y el calor se está tornando insoportable.  Me saco la corbata y el saco. Abro la ventanilla. Me doy cuenta que a pesar de los casi veinte años de ausencia, la ciudad no ha cambiado mucho. Un poco más de pintura, algunos edificios de poca altura, más cemento, más asfalto, los negocios un poco más modernos, igual pobreza, igual sensación de quietud, tiempo detenido y estancamiento.

            Llamo por teléfono a mi hermano. No está. Me atiende una contestadora, le dejo un mensaje: Juan, soy yo Oscar, recién me bajé del avión, estoy parando en el Libertador frente a la plaza, en el centro. A la tarde paso por tu casa.  Después aprovecho el tiempo y hablo a mi oficina en Buenos Aires, soluciono algunas cosas de trabajo y devuelvo algunas llamadas importantes. En el hotel ya tengo la habitación reservada. Es amplia, en el tercer piso y dá a la plaza.  Apenas me instalo pongo al máximo el aire acondicionado. Me saco los zapatos y las medias, necesito sentir el contacto de mis pies con el suelo. Después me tiro a dormir, disfrutando del fresco  y la tranquilidad. 

Me despierto con frio cerca de las tres de la tarde. Tomo una ducha y me despabilo. Me acerco a la ventana, la abro y el olor de los tilos y los pochoclos, el murmullo de la gente  en la plaza me golpea sin consideración.  En la confitería del hotel, tomo un café y como algo liviano mientras espero que el conserje  me consiga un auto. Es  hora de ir a ver a mi hermano.

            El taxi me deja en la puerta de la casa de mis viejos, la calle polvorienta y la acequia me reciben. El barrio está igual, desesperadamente igual. Toco timbre.

Juan me abre la puerta, lo abrazo desde el corazón, un abrazo largo y tierno, del que me cuesta despegarme. Está muy avejentado, sin duda los últimos años no han sido fáciles para él. Llora. Mi hermano siempre fue  de lágrima fácil, al revés que yo.  Pasá, Pasá , me dice pasándome la mano por el hombro mientras cruzamos la galería techada. Las puertas de las habitaciones están abiertas. Me detengo frente a la que fué la pieza de mis viejos. Está igual que como la recuerdo. No toque nada me dice Juan, no pude. Contigua esta la habitación donde dormíamos Juan y yo y que quedo para Juan solo cuando yo me fui a la Capital.  Todavía están las dos camas. Veni, vamos al patio me dice Juan, que está más fresco. Nos sentamos a la sombra del ciruelo, donde aun esta el juego de jardín. Ahora hay dos sillas, de madera y lona,  de esos que son como de director de cine rodeando  la vieja  mesa de cemento revestida con  millones de pedazos de azulejos de todo tipo y color.  Que queres tomar, tengo jugo fresco y gaseosa, me invita, le acepto un vaso de jugo. Juan se va a la cocina a buscar el jugo. Aprovecho y el pego una mirada a la casa. Está bastante mal mantenida se nota el paso de los años, la falta de pintura, de arreglos, en fin la falta de plata. Juan viene con una pequeña bandeja trae una jarra con jugo dos vasos y una fuente con ciruelas. Esta contento, se nota.  Hablamos con Juan de mamá y de papá un rato largo, me cuenta cosas, anécdotas, momentos lindos y no tantos.

Tenemos que hacer cuentas, le digo, por la enfermedad del viejo, viste. El tiempo afuera del país, los viajes, vos sabés… Sí,  yo sé…,me dice mi hermano sonriendo, yo sé, pero por la plata olvidaté de ninguna manera.  Insisto pero Juan no quiere saber nada, no hay forma. Le digo que voy al baño. Aprovecho, le abro el botiquín y  al lado de la espuma de afeitar le dejo el sobre con el dinero que traje preparado. Siempre fue muy orgulloso, de otra manera jamás me lo aceptaría. Regreso y seguimos hablando. En un momento el  se levanta, me dice que va a traer unas fotos. De los últimos años de  papá  y de cuando éramos chicos y vivíamos en el campo.  Lo veo entrar en la pieza a buscarlas. Me quedo solo bajo la sombra de la higuera, la tarde que cae  y el olor a mi casa de siempre. Casi inconsciente, de manera automática   estiro la mano hasta  la canasta con ciruelas que está sobre la mesa,   ciruelas amarillas, muy pintonas. Agarro una, la huelo y después  me la llevo a la boca.

            ¡Humm! ¿Gota de miel o gota de oro?  ¡Humm!…  si gota de oro, seguro que es gota de oro, pero debería ser gota de miel, me gusta más, suena mejor, por lo dulce. Qué placer, tantos años, la verdad. Tengo toda la boca inundada con  este néctar dulce y fresco, tremendamente dulce,  tan dulce como estar  en los brazos de mamá, en el patio de tierra en el campo, en el monte, esa sensación de meter en verano las manos en el fuentón de chapa, lleno de agua con hielo y ciruelas, jugar a no mirar, a encontrar las más jugosas y maduras sólo por el tacto y una vez que la elijo, la presiono un poquito, levemente para sondear su resistencia  a ver si puedo adivinar que tan  dulce es, y humm la boca se me llena de saliva y las papilas se abren a pleno y después, siempre con los ojos cerrados,  me llevaba  la ciruela  a la nariz para aspirar el olor, el aroma, a  bosque, a campo, a sol, a  libertad. Que regalo me da la vida hoy. Volver a saborear estas ciruelas, ¿gota de miel o gota de oro? no gota de oro, sin duda…  tantos años que me fui del campo, de mis pagos,  la última vez que probé una ciruela de éstas fue la que me dio mamá cuando me subía  al tren que me llevaba a la Capital,  en el paquetito con dos o tres cosas más,  yo era muy pichón, apenas tenía  quince años, toma mi amor, cuidaté mucho, nunca más encontré esas ciruelas, ese sabor, hasta hoy. Hasta hoy. Un dulce que me llena la boca,  mi alma… hasta me chorreo y lo disfruto, otra quiero, quiero otras. Muchos años sin volver a sentir esto. disfrutar de esto, como cuando era chico y me trepaba a los árboles a cosechar las ciruelas, y Juan  desde abajo me grita que no suba tanto, tan alto, que te vas a caer, que me voy a caer, bajaté que te vas a caer, no seas loco, pero yo no le hacía caso porque ya sabía muy bien que las mejores, las más dulces estaban en la punta del ciruelo, donde el sol pega más fuerte y a pleno, y el frio de esas noches en el campo donde el cielo es como la frazada que teníamos, oscura pero con un montón de agujeros de polillas por donde se colaba la luz, el pasto frío por el rocío, el corazón caliente y mi mamá que cuelga la  ropa, las sábanas  al  sol ondean libres y chasquean el viento bravo de enero y el olor… el olor a jabón blanco, a ropa limpia, a sol, a ciruelas, ciruelas gota de oro, a ciruelas gota de miel…

            Mi hermano regresa de la pieza con un albún y una caja de cartón  llena de fotos y se detiene sorprendido, me encuentra  con la boca llena, chorreado de jugo de ciruela, una  ciruela en cada  mano y a punto de agarrar otra del canasto. Uu, digo, riéndome como un chico atrapado en su travesura, están buenísimas, mientras me limpio la boca con la mano.

            Las horas pasan entre fotos y recuerdos. Cuando me doy cuenta es de noche. Lo invito a comer un buen chivito y tomarnos un vino áspero,  como en los viejos tiempos. 

Antes de salir  y sin que él se dé cuenta, agarro otra ciruela del canasto.

Salimos abrazados, nos empujamos y boxeamos en broma.

Nos reímos.  Me guardo un carozo de ciruela en el bolsillo del pantalón cortito


2/8/23

El relato del mes : La calesita de sus dias

 

LA CALESITA DE SUS DÍAS

                     

                      El avión es un silencio lleno de  respiraciones pesadas, el roce de alguna espalda contra el asiento y el cuchicheo sibilante de varios. Irineo no pudo dormir en toda la noche.  Está nervioso. Los recuerdos van y vienen, se mezclan, le dan continuidad a su vida,  llenan los silencios: La barba negra y el pelo largo, su mujer, con su hijo en brazos  despidiéndolo en la puerta del departamento, sin palabras pero con esa mirada profunda hacia sus ojos, la sonrisa suave y la caricia tibia en su mejilla deseándole suerte. No hubo lágrimas.  El sentir del país que dejaba atrás, la incertidumbre de lo desconocido, el miedo de los que se quedaban. 

                      Se pasa la mano por la mejilla plateada y se acomoda el poco pelo canoso. Entrecierra los ojos en un gesto de agobio y cansancio, apoya sobre la pequeña ventanilla helada, primero la frente,   después, la mano abierta y extendida,  como queriendo tapar el círculo naranja que asoma entre las nubes y hace fuerza por parir un día.  Un nuevo día, cualquiera. Un día más para millones.  Salvo para él.  Irineo está volviendo a su patria, a su ciudad y a su historia.  Para poder terminarla. 

                      Las azafatas van y vienen por el pasillo, verificando que todos estén bien, arrimando alguna manta o apurando el carro con café.  Ahora,  la bonita y morena, con una sonrisa de trabajo  le pregunta  qué desea desayunar.  Pide un café negro y un poco de jugo de naranja.          Demasiada ansiedad.  La distancia le duele tanto como los huesos.  No puede evitar sentirse   un  eco,  en el camino que va dejando atrás,  que se apaga de a poco. Un racimo de barrio que lleva dentro de él y necesita hacerlo florecer otra vez.  Antes  pensaba,  se decía a sí mismo,  se mentía :  No pasará mucho tiempo antes de que vuelva. Ahora sabe que no fue así,  casi treinta años.  Demasiado.

 

 

Ezeiza, a las tres de la madrugada es un conglomerado étnico curioso, rostros dormidos, apurados, alegres por la llegada y el reencuentro o la expectativa del viaje y los lugares desconocidos. Valijas, bultos, voces altas y alegres. Juan llegó tres horas antes de la anunciada para el arribo  del avión.  No pudo dormir en toda la noche.  Está nervioso.  Los pocos recuerdos que tiene de él no alcanzan a completar sus silencios.  Cuando salió del departamento —sin hacer ruido para no despertar a las nenas—   su mujer lo  despidió  en la puerta.  Con una mirada profunda hacia sus ojos, la sonrisa suave y una caricia tibia en su mejilla le deseó suerte. No hicieron falta palabras. 

          Se pasa la mano por la barba tupida y negra, y se acomoda el pelo largo, en un gesto típico, que viene desde años.  Ahora busca un lugar abierto para tomar algo y que el tiempo le pase más rápido. Pide un café negro y un poco de jugo de naranja. Demasiada ansiedad.  No puede evitar pensar en él.  En todos estos años  la distancia entre los dos fue un misterio, un follaje, un barrilete de tristeza.  Antes  pensaba,  se decía a sí mismo,  se mentía :  No pasará mucho tiempo antes de que él vuelva. Ahora sabe que no fue así,  casi treinta años.  Demasiado.

 

 

 

  Se perciben desde lejos, aún antes de traspasar la puerta. Se encuentran y se abrazan.  Al fin se abrazan. De verdad, en carne y hueso. Y en ese abrazo se funden todos los abrazos del exilio.

 

El relato del mes : "El tratado de Humberto Halabi" un sencillo homenaje a Alejandro Dolina

EL TRATADO DE HUMBERTO HALABI

El modesto cartel pegado a la puerta de la biblioteca barrial,  sobre la avenida Jara —hoja A4 escrita en computadora, letra Arial 72—  dice solemnemente :  “Hoy 16 Hs. - El  Tratado de Humberto Halabi. -  Su obra maestra.-  Conferencia a cargo de Oscar Ruiz”.

Reconozco que despertó mi curiosidad de escritor. Jamás había oído hablar, en las reuniones literarias a las que asisto, de un tal Humberto Halabi, y mucho menos de Oscar Ruiz. Su obra me resulta desconocida, y eso, en un escritor que se jacta de haber leído a casi todos los autores latinoamericanos publicados en los últimos diez años es casi imperdonable.

 Cuatro y diez. Tengo tiempo,  mi cita es a las siete.  Entré.  Salón modesto,  no más de veinte o treinta sillas dispuestas en filas de a cinco, con un escritorio al frente.  Me siento en el fondo, sobre el pasillo, por si el aburrimiento me obliga a irme rápido. Detrás del escritorio,  dos hombres sentados.  El que habla, está haciendo las presentaciones del caso. Calvo,  sesenta o sesenta y cinco  años,  lentes de aumento bastante considerables, un saco que huele a naftalina y juega permanentemente con una lapicera entre sus dedos.  El otro —el tal Oscar Ruiz—  tendrá alrededor de cincuenta y tres ó cincuenta y cinco años,  morocho, barba canosa tipo candado y regordete. Me llama la atención —para su edad—  la falta de canas y el peinado engominado, totalmente obsoleto en esta época.   Agradeció las palabras del primero  y comenzó la charla : 

Buenas tardes. Humberto Halabi abrazó las letras desde pequeño. No tenía aún veintiún años y  ya  contaba en su haber con una extensa lista de composiciones literarias, que abarcaban prácticamente todos los géneros. Había escrito poesía dramática, comedia, tragedia, lírica, hasta un sainete y una oda. Utilizó las formas de sonetos, romances y coplas. Escribió en prosa, libre o pentasílábica. Cuentos y narraciones, ensayos metafísicos, notas de interés y artículos filosóficos sobre cuestiones existenciales  para  el mensuario del club de barrio.  Publicó,  con otros escritores,  un par de antologías de mixtura extraña, en lo que fue su mayor logro hasta ese momento. También y a pedido de  los comerciantes de la cuadra escribía  los textos para la publicidad de los negocios con una prosa florida y en rima que a las vecinas les encantaba.

El lunes de su cumpleaños número veintiuno — 20 de Mayo—  sentado en el banco de la plaza Peralta Ramos —su barrio de siempre—  Humberto Halabi cayó en la cuenta,  que tenía una gran materia pendiente.  Jamás había escrito una sola línea,  referida a lo más importante y trascendente que ocurre en la vida de una persona, y el solo hecho de tomar  razón de esa falencia despertó en él la imperiosa necesidad de subsanarla.   

¡Es hora de empezar a escribir sobre la muerte! ¡Qué mejor momento para escribir sobre la parca que cuando uno está lleno de vida!  Mejor conocerla y fraternizar con ella. Tratar de caerle simpático antes de que venga a visitarme. Uno nunca  sabe” . Razonó con lógica impecable Humberto.    

Como  hombre de acción, entusiasta , esa  tarde se abocó a la tarea que él mismo se había encomendado. Invirtió  en un cuaderno, para dedicarlo exclusivamente a su nueva obra literaria.  Comenzó a esperar la inspiración y al ver que ésta se demoraba,  empezó  a confeccionar la ficha y escribir las primeras notas de lo que sería su relato sobre la muerte. Era un escritor muy profesional con  método y estructura.  A partir de ese momento buscó, recabó y leyó todo lo que encontraba a su paso sobre la temática que iba a abordar.  De esta etapa de su vida literaria proviene la influencia —innegable— que en él ejercieron los libros y la manera de escribir del polígrafo  árabe Manuel Mandeb.

A medida que avanzaba  el  proceso de creación de su —,hasta ese momento—  historia narrativa, se fue consolidando en él la idea de realizar una obra magnífica y que lo trascendiera .  Decidió entonces que en lugar de un simple cuento que hablara de la parca, escribiría un tratado  donde consideraría absolutamente  todos los aspectos de la  muerte. No sólo eso. Se propuso además que sería el mejor tratado jamás escrito en toda la existencia de la humanidad. Eligió, por considerarlo simple y contundente, el título :  “Manual de la muerte”.  En ese momento y debido a su juventud no se preocupaba por las cuestiones menores como la edición, impresión, publicación, comercialización y algunos  aspectos legales. Cuestiones que consideró  superfluas.

Dividió su obra en tomos,  y éstos a  su vez  en capítulos acorde a la temática y enfoque que correspondía .  Al momento de su desaparición sabemos fehacientemente que había escrito ocho tomos totalmente terminados y el noveno estaba en proceso de elaboración.

De más está decir que semejante obra ciclópea, no encontró editor dispuesto a publicarla completa. Pocas personas han tenido el privilegio de conocer este tratado en toda su extensión y magnitud.  Después de una intensa y trabajosa búsqueda contactando vecinos y familiares pude acceder a ella, en forma parcial, es cierto, pero suficiente para que el mundo pudiera conocer la valía de su trabajo.  Debo comentar que Humberto Halabi,  usaba  sólo su cuaderno y su lapicera, luego tipeaba el mismo sus hojas  con su Lexicón 80. Se resistía empecinadamente a utilizar cualquier medio de almacenamiento o soporte informático para sus escritos, a  pesar  que  para los últimos años de su existencia, ya se habían desarrollado y generalizado.

—¿Y la obra?. Lo interrumpió a viva voz, una señora mayor,  petisita y canosa, con aire  galicio,  sentada en la fila 4  junto a  dos mujeres un poco mayores que ella. Las tres  muy arregladitas para la ocasión.

Allí  voy, dijo Ruiz (aprovechando la pausa para beber un sorbo de agua).  Sin  demora, comentaré los ítems más relevantes del tratado escrito por  Halabi durante casi sesenta y seis años de su vida. 

Del Tomo I del Tratado, titulado “Las diferentes maneras de morir”, sólo se imprimieron dos ejemplares. Se supone que fue por donde Halabi  comenzó su titánica obra. La calidad literaria del mismo es un poco inferior al resto de la obra. Alcanzó a enumerar  dos mil doscientos cuarenta y ocho formas diferentes de morir, con una explicación somera de cada una. Averiguaciones posteriores me permitieron confirmar que al llegar a este número,  Humberto se dio por satisfecho y comenzó  lo que, al tiempo se convertiría en el tercer tomo.  En 1970 confesó a su más entrañable amigo,  D. Olina  que había descubierto doce maneras nuevas, que nunca escribió en el Tratado  —Humberto no corregía ni modificaba sus obras. Nunca—. En 1976, urgido por aspectos económicos menores, —debía comer y pagar la factura de gas—, vendió a una productora de televisión norteamericana los derechos. La productora realizó una serie de programas algo bizarros, titulados “Las 1.000 maneras de morir” de escaso éxito. Con el dinero del anticipo cobrado Halabi  imprimió los dos ejemplares del  tomo. 

          El  segundo Tomo, titulado “El tratamiento de la muerte a través de la historia y en las diversas culturas”  es uno de los más extensos.  En él Humberto Halabi se explaya sobre el trato que se lé dispensó a la muerte tanto en los distintos  periodos históricos como en las diferentes culturas. Dividió el tomo en capítulos dedicados a las edades - Prehistoria, Media, etc. – y a las culturas – Precolombinas, Orientales, etc. y éstas a su vez subdivididas por continente.  Se destaca, por sobre los demás, el capítulo dedicado al tratamiento de la muerte en el futuro, uno de los más creativos y anticipatorios de toda la obra.  Este magnífico tomo, —detalle importante de mencionar— , se logró imprimir  gracias a  colaboración de vecinos, amigos  y comerciantes del barrio  que  rifaron en Diciembre de 1990,  un lechón asado y una canasta navideña . Con el producido de dicha rifa, solventaron el costo de la imprenta.

El tercer tomo, sin duda el más importante de toda la obra, está dedicado a la artes, y precisamente lo tituló “ La muerte en las artes”  En él,  Humberto Halabi desarrolla en extenso el tratamiento de la parca, a través de diversas expresiones artísticas,  como la Pintura, la Literatura, la Música, pasando por el Cine, el Teatro y hasta el Relato Deportivo, actividad que Humberto sin lugar a dudas consideraba un arte. Destaco especialmente, los textos dedicados  al cineasta Enrique Argenti y su particular manera de representar a la muerte;  la famosa Exposición de Olores que el pintor Lucio Cantini realizó en  1965 donde logró identificar y reproducir exactamente el olor a la muerte; el magnífico Héctor Bandarelli, quien en noviembre del año 2001, relató por radio su propia muerte mientras transmitía la final de Kimberley – Cadetes de San Martín  y por supuesto la poesía de Jorge Allen referente indudable sobre estos tópicos,  junto a los hombres sensibles de Flores.  Este tercer  tomo,  completo y original, tipeado en la Lexicon 80, estaba en poder del Sr. D. Olina, quien lo facilitó para que saliera a la luz  y se hiciera justicia con la obra de quien fuera su entrañable amigo. 

Por último tenemos al  Tomo IV “ Esoterismo y simbología”. Conociendo  la fascinación que  Humberto tenía por las ciencias ocultas, es comprensible la creación de todo un tomo sobre esta temática.  Algunos puntos tratados en forma sublime son: Simbología - ¿Existe algo después de la muerte? - La figura de Caronte en la divina comedia del Dante  - Los chamanes y los brujos de Chiclana: sus potajes  mágicos - La manzana como vehículo de embrujamiento fatal: El caso de la Bella durmiente, - Los velorios, la epilepsia, y otros mitos urbanos - Las cartas del  tarot, y otros procesos adivinatorios .  Este tramo del “Manual de la muerte”   fue el más difícil y trabajoso  de reconstruir , sin dudas, y no precisamente por su carácter oscurantista.  Se debió a que, hubo que recuperar los textos originales que se encontraban en poder de  allegados, familiares, amigos y afectos de Humberto, hasta poder armar nuevamente los capítulos . Parece ser que  —hombre aferrado a las cuestiones sociales impuestas—  no podía presentarse en algún acontecimiento al cual lo hubiesen invitado, cena, cumpleaños, fiestas navideñas, aniversarios, o velorios , sin llevar un presente, una atención o un regalo.  Dada su magra situación económica que no le permitía ningún tipo de exceso , optó sencillamente por regalar a sus anfitriones ocasionales los originales escritos con la Lexicon 80.   

Los tomos cinco a  ocho  y el noveno en proceso no los pude hallar, aunque continúo  con el esfuerzo por encontrarlos. Todos los indicios  hacen suponer que todos o gran parte de ellos han sido destinados a alimentar la salamandra, única forma de calefacción de que disponía Humberto ante los crudos inviernos que debió soportar en sus últimos años.

    Cuentan los vecinos del barrio de Estación Norte que una mañana, transcurridos ya del nacimiento de Humberto Halabi  86 años, 148 días, 9 horas y 10 minutos tocaron  a la puerta de su modesta casa. Después de saludarlo,  el visitante lo invitó cordialmente a mostrarle  todo lo que desconocía para poder terminar su manual.  Humberto tomó su abrigo marrón espigado y se fue con él. 

Muchas Gracias y buenas tardes

  

27/4/23

El relato del mes : " OTROS MUNDOS " MI ULTIMO DIA EN NUEVA YORK

 

Mi último día en Nueva York

              

Hoy cumplo veinte años y estoy en Nueva York. Para cualquiera sería un motivo de alegría. Para mí es todo lo contrario. Estoy solo. Extraño a mis afectos. Me traicionaron y vi derrumbarse mi vida, tal y como la conocí,  en apenas unos días. 

Ahora estoy sentado en este banco, bajo la nieve de enero, frente a la fuente del parque, mientras las horas pasan, sin saber cómo seguir, sólo aferrado a mi guitarra como si fuera un ancla salvadora, tratando de evitar que la desesperación me gane, me inunde, cosa que, de por sí es bastante difícil.

El tráfico es tremendo. Me levanto. Estoy a sólo diez cuadras del Blue Note Jazz Club, mi bar en Manhattan. Hacia allá voy.

Atravieso a paso vivo el Washington Square Park,  tomo por Mac Douglas hasta la tercera. Hasta el 131 West. Entro al bar decidido a tomarme todo mi dolor en whisky barato o hasta que Charly, el cantinero, me eche a la calle por borracho o falto de crédito.

Apenas abro la puerta, el olor  rancio del tabaco atrapado durante meses, me golpea las fosas nasales.  Entrecierro los  ojos, cuesta un poco acostumbrarse a la penumbra del lugar.  Venir de la luz del medio día y aterrizar en la oscuridad del Blue Note  no es fácil.  Como siempre y para delicia de mis oídos, la música del gran Satchmo llena todo el bar y me invita a entrar sin dudar a otro mundo, de armonías y calor.

Me siento en  la punta de la barra. Apoyo en la banqueta contigua, con mucho cuidado, mi guitarra y le pido a Charly  un whisky doble.

Me mira sin asombro, como si hubiera estado seguro de mi  derrumbe, de que tan sólo era una cuestión de tiempo, que había que esperar solamente. Quizás no, quizás, es tan sólo una sensación mía. Me bajo de un saque el primer trago y pido el segundo.

―¿Está seguro Sr.?  ―me dice.

―Por supuesto que estoy seguro, Charly.  Y ya a esta altura,  podés hacerte el amigo. Decirme Jorge, como todos los ventajeros de Queens. Mejor llená el vaso  en silencio. No tengo ganas de hablar.

Armstrong me mira,  desde una foto autografiada enmarcada.  

A la tercera copa, necesito ir al baño. Camino erguido y derecho, el whisky aún no me hace tambalear.

Hago lo mío y al salir, en el tiempo que tarda la puerta del baño en cerrarse, la luz lo ilumina de lleno,  permitiéndome distinguirlo. Recién me doy cuenta,  en el asiento largo del rincón, contra la pared  hay un tipo.

Los codos apoyados en la mesa. La cabeza apoyada en los nudillos de sus manos cerradas,  está inclinada para adentro. Casi toca con la pera su pecho. Tiene una actitud de abatimiento total.

No puedo verlo bien, porque lleva una especie de capucha dura, que le cubre completamente la cabeza y la mitad del rostro, y además tiene puesta una capa. Lo que sí puedo ver, claramente, por la botella en su mesa, que me aventaja varias horas y vasos.

El tipo realmente está mal, se lo ve muy acongojado. Es  raro.  Está disfrazado de Batman, muy bien disfrazado debo reconocer. Mirándolo detenidamente no me queda más que aceptar que su disfraz es perfecto, simplemente perfecto.  La  capucha  color negro, en la cabeza  le cubre media cara  y las  dos orejas puntiagudas, le dan aspecto de  murciélago. Además tiene esa capa, que es imponente.

Ya nada me extraña en esta ciudad. De  Nueva York puede esperarse cualquier cosa. Perdí la cuenta de  la cantidad de gente loca que vi  desde que  empezó  este mil novecientos ochenta y cuatro, y sólo pasó menos de un mes.

La escena al principio me parece graciosa,  encontrar a Batman tomando whisky en un bar de Nueva York no se ve muy seguido,  pero mirando bien, el hombre murciélago se ve muy mal,  abatido, sumido en sus pensamientos y hasta quizás dolor. Hasta me atrevería a decir que emana de él un  halo oscuro y pesado en toda su figura.

Llego a mi lugar y me siento, pero no puedo dejar de pensar en el pobre tipo. Tomo mi vaso y mi guitarra,  le digo a Charly que me lleve la botella a la mesa.  Me acerco y  parado a su lado le digo

―La botella suya no da más, amigo, y parece que lo tiene a mal traer. No me gusta tomar solo. Si no se ofende  compartimos la mía, salvo que no quiera estar con alguien latino, de Argentina más precisamente.    

El tipo de la capucha, levanta la vista,  los ojos penetrantes  parecen de fuego. Me taladran en la oscuridad. Asiente con la cabeza. Creo ver  correr una lágrima a través de la máscara, pero seguramente debe ser el reflejo de alguna luz de neón,  de alguna de las tantas propagandas de Budweiser que hay en las paredes del bar.

Me siento en su mesa,  presentándome:

      ―Jorge… Jorge Maniar,  un gusto    ―le digo estirando la mano ― ¿y usted es?

      ―Bruce,  Bruce Wayne.

Tomamos nuestros primeros dos vasos en silencio, entonces me atrevo y le pregunto.

      ―¿Qué le pasa amigo, que está tan mal? Y que se lo pregunte yo, ya es mucho decir.

      ―Remordimiento. Tan simple como éso. Culpa. Desde que salí  a la calle por primera vez,  hace ya de ésto, varios años,  estoy obligado a un destino de vengador para el cual no tengo pasta. Soy huérfano ¿sabe?, desde muy chico,  mis padres están muertos y enterrados  desde hace años. Para todos, menos para mí. Me obligan a revivir permanentemente el día de su asesinato. Revivo su asesinato todos los días de mi vida. Y tengo que buscar venganza. Debo castigar a  toda la escoria de la sociedad y ya no quiero más de éso. Lucho contra delincuentes de la peor estofa y les doy su castigo. Siempre. Como sea. Porque así me han hecho. Pero también he matado gente, y bastantes más de la que usted se imagina. Soy un asesino, aunque se han ocupado muy bien de ocultar esos hechos. Jamás salieron a la luz. No da con el perfil y la imagen que tienen determinado para mí.  La verdad, amigo, es  que ya no puedo con mi culpa y mis remordimientos. No debería tener esos sentimientos, debería ser duro, incorruptible,  porque así me han creado, pero algo no funciona, porque me siento mal, muy mal. No puedo mostrar como soy, mis sentimientos. Hace muchos años que hago lo que no quiero. Alejado de todo y de todos, viviendo solo con un viejo, en otra ciudad, una ciudad tenebrosa que no conoce nadie, de nombre horrible: Gotham City…Ciudad Gótica ¿cómo puede llamarse una ciudad así? ¡Me quiere decir!

      Ahora puedo verlo mejor, no tiene tantos años, a lo sumo cuarenta y cinco, pero está muy avejentado, a pesar de su cuerpo atlético, aunque ya se le nota una incipiente panza, quizás de tanto whisky. Le veo muchas cicatrices.

      ―¿Qué está haciendo en Nueva York entonces si es de otro lado?

      ―Vengo a tomar whisky tranquilo, ésta es una ciudad donde a nadie le importa mucho del otro, se puede pasar absolutamente desapercibido. Entonces me puedo emborrachar a mi gusto, no como en Gótica que debo dar el ejemplo. Además aquí están los mejores psicólogos del país, y yo vengo a ver al mío una vez por mes.

Le lleno la copa, y él sigue hablando, desbordado, sin esperar una respuesta de mi parte.

    ―Desde mi primer trabajo, en mayo del treinta y nueve,  el del Sindicato Químico, ¿vio?, no paré nunca. Llevo cuarenta y cinco años, peleando, matando gente y encarcelando ladrones y tipos mal paridos,  siempre oculto, siempre solo, siempre duro.  Ya no doy más.

No tengo muchos argumentos para contestarle, nunca fui muy bueno hablando , solamente le lleno el vaso de whisky, saco mi guitarra  y toco un blues, triste como nosotros dos.

Mi música parece gustarle y reanimarlo. De pronto el encapuchado me dice:          

―¡Qué bien que toca la guitarra! Tóquese otra por favor.

Improviso, a veces el alcohol hace maravillas, y me encuentro tocando una melodía por momentos hermosa y  suave, y en otros  enérgica y vibrante.  

El tipo entonces estira su brazo y de la oscuridad del asiento, saca un estuche de trompeta, lo abre y empieza a tocar  a la par mía, siguiéndome. Ante mi total asombro. Me detengo y lo increpo

―¡Pero! ¿Y usted desde cuándo toca la trompeta? Si éso no se supo nunca.

―¿Cómo dice? ¿Usted realmente, qué sabe de mi? Qué sabe lo que yo toco o dejo de tocar.  O se va a creer todo lo que sale publicado en las revistas. Yo también tengo una vida, que no es pública, que es solamente mía, ¿sabe? 

Me deja sin respuesta. Charly pone de fondo a  “Rata paseandera”,  la versión que está en “El embajador Satch”, grabada en vivo en 1955. Quizás trata de alegrarnos un poco. Es imposible no tocar encima, improviso sobre la melodía, él me sigue con su trompeta. Los dos, hacemos una versión impecable acompañando a  Armstrong. Por un rato la música nos aleja de nuestras penas.  Terminamos de tocar y quedamos en silencio. Disfrutando.

Siento que debo despedirme.

―No se preocupe Bruce, está bien que usted tenga remordimientos por matar gente, pero sabe una cosa: Al paso que  vamos como sociedad, matar gente sin tener remordimientos seguramente será muy popular algún día.  Aunque no esté bien, nada bien.  No le extrañe que usted se convierta en una especie de héroe si ya no lo es, y hasta que alguien componga  un tema en su honor.  Un tema que se llame Batman.  Además toca muy bien la trompeta.

―Gracias. Usted también es muy bueno en lo suyo.

Le agradezco. Tomo mi guitarra y salgo del Blue Note con otro ánimo, diferente al que entré, decidido a regresar a Mar del Plata.

Después de  todo mi viaje quizás no fue totalmente en vano. Me di el gusto de tocar un tema con Batman  en Nueva York. Eso no es poca cosa.

Tras la puerta, la trompeta del genial  Sachmo sigue sonando.  

 

 

28/3/23

El relato del mes : "OTROS MUNDOS" : HUELLA SIN MEMORIA

La vida sería imposible si todo se recordase. El secreto está en saber elegir lo que debe olvidarse. 
Roger Martin du  Gard (1881-1958) Escritor francés. 


 Por alguna extraña razón camino cerca de la costa, para el lado del norte, del vaciadero, buscando un bar abierto. Miro el reloj: las once de la noche. Llevo caminando casi una hora. No entiendo por qué vine para este lado de la ciudad y no fui como todos los años para el sur, que es una zona conocida y tengo registro de los pocos bares abiertos que hay un día como hoy. Si el puto del jefe no me hubiera cambiado el turno y me hubiera dejado laburar como yo quería, como todos los años, no tendría que andar ahora caminando hasta encontrar un lugar abierto para emborracharme y no tener que soportar las boludeces de la gente festejando. Que no, que no es justo, que hace muchos años que trabajás el treinta y uno, que te merecés pasarlo con alguien de tu familia. ¡De tu familia!, me dijo el muy pelotudo. ¡Qué sabe de justicia, ese gil! Al fin veo la luz de un negocio en una esquina un par de cuadras adelante. Parece un café o un bar y está abierto. No tiene una pinta muy agradable pero no es un día como para andar eligiendo lugar, mientras tenga vino y un baño, es suficiente para mí. Entro. Miro el reloj: las once y veinte. Falta poco para la medianoche. Seguramente en un rato las calles se van a llenar de gente contenta y un poco borracha, pero ahora todos estaban con sus familias fingiendo una felicidad desbordante, que no creo que tengan, como si su vida cambiara radicalmente cuando el minutero pase el número doce y comience un nuevo año. La felicidad y una nueva vida a sólo escasos minutos de diferencia. Año nuevo, vida nueva. ¡Pelotudos! Me siento en una mesa, cerca de la ventana que da a la avenida. Afuera la playa solitaria y el mar, adentro el televisor con la música, las imágenes de la gente en algún lugar del primer mundo todos amontonados, esperan-do la cuenta regresiva: Diez. Nueve. Ocho… Mi plan es simple, emborrarme, empaparme en whisky, vino o cerveza y no tener que saludar o desear felicidades a nadie, ni que nadie me los desee a mí. El bar es ideal para mis necesidades y combina perfectamente con mi ánimo. ¿Cómo no lo encontré antes? Un poco lúgubre, un poco viejo, un poco extraño. Sólo hay dos clientes: en un rincón oscuro, una puta vieja, flaca por demás y desahuciada, a la que se le nota que la vida le pasó factu-ras demasiado caras y no pudo pagarlas. Sentado a la mesa de una de las ventanas, un tipo cara regordeta, barbita y patillas largas, con cara de asiático, parecido a Miyagi, el tipo que laburaba en la película de Karate Kid. ¿Era japonés o chino?, bueno no importa, para mí, todos estos tipos son chinos. También está el que supongo será el dueño, detrás del mostrador un canoso de edad indefinida. Tiene lentes tipo culo de botella, y una barba como de tres o cuatro días, aparentemente desprolija, pero nada más alejado de la realidad, sumamente cuidada. Está secando vasos con un trapo mugriento que hace las veces de repasador. Saludo, me busco una mesa tranquila al lado de la ventana y le hago señas con la mano al dueño. El tipo me mira y mientras sigue secando las copas mueve la cabeza levemente hacia atrás levantando la pera, como preguntándome “qué quiere”. Vino, le digo, una botella de tinto, cualquiera. Me dedico tranquilo a tomar mi vino, despacio, metido en mis cosas, mientras el tiempo avanza. Miro el mar de afuera mientras el de adentro se aquieta. Espero, sólo dejo que pasen los minutos y se termine el fin de año. Jamás me gustaron las fiestas, será porque en mi infancia nunca hubo mucho Pan Dulce. De pronto escucho: ―Le molesta si lo invito otra copa de lo que está tomando. Somos muy pocos. Hoy es fin de año y no me gusta estar solo. Si le invito la copa a la señora, por ahí se confunde y piensa que busco otra cosa. Es el viejo con cara de Miyagi, me habla desde su mesa, que está cerca de la mía, me habla como si me conociera. Lo miro, ya estoy acostumbrado a este tipo de pelotudos, pero una copa gratis nunca viene mal, y más cuando estoy decidido a emborracharme. —Si a usted le hace bien, por mí no hay problema --le contesto y le hago señas con la mano al dueño del bar que traiga otra botella y un vaso. Se levanta de su mesa y se acerca a la mía. Empezamos a charlar. Me dice que se llama Esteban. No le creo. Yo le digo que me llamo Ricardo, y no sé si me cree o no. El tipo pregunta sobre mi pasado, mi historia. Le digo muy poco. Yo también pregunto, pero no mucho, la verdad no me interesa la vida o la historia del chino éste, creo que es una cuestión simple de amabilidad porque me pagó la botella de vino. Nunca fui de hablar mucho y menos con gente que no conozco. Es una cuestión de desconfianza, de supervivencia. Los años en el reformatorio me enseñaron que por algo te-nemos dos ojos, dos orejas y una sola boca. El tipo habla y habla, la mayoría de las cosas que dice son boludeces. No le presto mucha atención. Miro el reloj. Doce menos dos minutos. Empezó a escucharse cohetes, bocinas y hasta algún balazo al aire, siempre hay gente con el reloj adelantado. ―En un momento… ―me dice el chino. Entre el ruido de los cohetes y las bocinas anunciando el año nuevo, no entiendo muy bien lo que me dice. En la tele la gente grita una cuenta regresiva hacia el cero. ―…yo puedo aliviarlo. Puedo hacer que termine su tormento ―completó su frase. Lo miro, nunca tuve pelos en la lengua, ni mucha paciencia. Le contesto sin vueltas, como se merece. ―Y usted qué carajo sabe lo que me pasa. Cómo mierda va a aliviar mi dolor, me quiere decir viejo inútil. Se piensa que porque me paga un vino berreta tiene derecho a meterse en mis cosas. El tipo no se inmutó, ni siquiera hizo un gesto de fastidio, de enojo o de molestia. Corrió la silla y se sentó más cerca, a mi lado, y más despacio, casi en un susurro, me dice: ―Yo puedo hacer que ese recuerdo que lo está atormentando se vaya para siempre, que desaparezca. De una vez y para siempre, y en su lugar dejarle otro, el que usted nunca tuvo, el que siempre quiso. El que le gustaría volver a vivir, aunque nunca fue suyo en realidad. ―Por qué no se va a cagar, ―le digo―, y se busca otro para joder. Vá-yase a tirar cohetes como cualquier pelotudo de ésos que andan por ahí. Infeliz. El viejo se levanta de la silla, e insiste antes de irse a su mesa. ―Está bien, como quiera, pero yo puedo darle el recuerdo que usted elija, el que usted no tiene, ni lo tendrá nunca porque no lo vivió, el que le falte o que simplemente desee, y llevarme ése que lo está atormentando. Haga como quiera. Usted se lo pierde. Me parece que el que está mal no soy yo, es usted. Y encima, le gusta. —Mire viejo, No le rompo la cara por eso, porque es viejo, y con mis antecedentes, seguro que me como un flor de garrón por un idiota. Así que déjeme de joder y siga su camino. El asiático me mira con sus ojos rasgados, y antes de irse, me dice: lo voy a estar esperando, hasta el amanecer hay tiempo, y se fue a su mesa. Afuera la noche es un solo ruido de cohetes, el cielo iluminado por cañitas voladoras y globos de papel de esos que se les prende fuego abajo y siempre terminan incendiando algo. Sigo tomando mi vino. Miro el reloj: la una y veinte. El estruendo de los fuegos artificiales se había apagado, y el cielo volvió a estar iluminado sólo por las estrellas y la luna, como siempre, como todas las noches del año. La vieja puta está dormida sobre la mesa, quizás soñando con algún cliente añorado, el dueño sigue limpiando y secando los vasos y el chino sigue inmóvil mirándome, con la copa a medio llenar, a medio tomar. Me tomo la última copa de la botella de vino que me pagó el chino. La que pague yo se terminó hace rato. De pronto, quizás por el vino, me levanto de la silla como si me quemara el culo, como si tuviera un resorte, como dominado por un impulso de mierda y lo encaro al hombre. ─Ya que está tan seguro y sabe tanto, ¿a ver? Diga, dígame que recuerdo me sacaría. A ver, diga jefe. ―No amigo, no se confunda, ¿puedo decirle amigo, no? Mire, yo no le saco nada, usted es el que me lo da, bah, en realidad me lo vende o me lo canjea. El recuerdo que usted elija, el que usted quiera. Con su vida, debe tener bastantes que valen la pena sacarlos, borrarlos para siempre de su mente, y le puedo asegurar que hay gente que está muy deseosa de tener aventuras y nunca se animó ni siquiera a robar caramelos de un kiosco cuando era chico, ni hablemos de algo más importante como matar a alguien por ejemplo. ―Usted está totalmente loco, pero es cosa suya. A ver ¿cuánto me paga? ¿Qué me da a cambio de mi recuerdo? ―Mire Ricardo, esta noche por ser la primera del año estoy generoso ―me dice el chino y los ojos rasgados le brillan de una manera especial mientras sus pupilas se expanden al máximo, captando la poca luz del lugar ―Estoy casi seguro que sus recuerdos pueden valer la pena. Le ofrezco algo que no lo hago con nadie. Le doy dos por uno. Usted me da un recuerdo, cualquiera, el que más le moleste. El más doloroso, el que más odie de todos, y yo se lo saco definitivamente de su mente, de su vida. A cambio le pongo dos de los que usted quiera y no tenga. Un almuerzo de familia un domingo. Un partido de fútbol en la cancha con su papá. El olor de su ma-dre y el calor de sus abrazos. La primera vez que se enamoró. O el primer polvo, el primer beso. Lo que usted quiera, lo que me pida. Va a ser suyo y lo tendrá para siempre. Para saborearlo cada vez que quiera. ¿Qué me dice, no lo tienta la oferta? Mire, le doy una muestra gratis, sin cargo. De pronto el bar se llena de olor a tuco casero, y en un rincón una mujer bastante mayor, canosa con un delantal cuadrillé rojo y blanco tira harina sobre una mesa de madera. Al costado tiene varios bollos de masa tapados con un repasador blanco y con un palote de amasar estira uno de los bollos. Sobre una cocina grande en una vieja olla esmaltada, color verde un tuco con salchichas carniceras, gorgotea y llena todo el bar con el olor a comino, tomate recién cortado y laurel fresco. Aspiré hasta que mis pulmones estuvieron a punto de reventar. Nunca sentí un olor tan rico como ése. En pocos minutos la imagen y el olor se fueron. ― ¿y, qué le parece? ―me pregunta el chino. No pude contestarle. Todavía estoy disfrutando del olor y de esa visión que nunca viví, algo por lo que había envidiado a más de un amigo. ― ¿y, Ricardo, qué le parece? ―volvió a preguntarme el chino. ― Yo nunca tuve un domingo de ravioles y tuco caseros ―–le contesté. ―Sí, me lo imaginaba, pero ya es tiempo que lo tenga, ¿por qué no? Usted también tiene derecho a ese recuerdo, más aún, le puedo dar el mejor de todos, los mejores olores. Esos domingos ideales, que sólo aparecen en las propagandas de televisión o en los recuerdos que el tiempo esmeriló y le sacó todas las asperezas. La mesa grande. La abuela haciendo el tuco, los viejos contentos hablando, tomándose un Gancia, en la picada de las once de la mañana. Y si quiero se lo pongo todo debajo de una glorieta para que sea mejor, hasta le pongo la música de fondo que quiera. ¿Qué me dice? ―Que me gusta. ―Bueno, entonces dígame qué recuerdo suyo me daría a cambio ―No sé qué quiere, tengo varios que me gustaría sacármelos de encima. ―Lo más tenebroso que tenga, el morbo siempre vende bien, pero que sea auténtico. ―Le puedo dar mi primera noche en el instituto de menores cuando tenía ocho años. Tenía miedo. ―¿No tiene algo un poco más fuerte? Un robo importante, una muerte, una violación por ejemplo. ―Puede ser que tenga, quizás. Pero si lo tuviera no sé si se le daría alguno de esos recuerdos. Me recordarían lo que soy y de eso no quiero olvidarme. El chino no saca sus ojos de los míos. La luz de la calle iluminada con los carteles de neón y alguna cañita voladora atrasada le da un reflejo especial a sus ojos rasgados. Está callado unos segundos y luego me dice mientras estira la mano para darme un apretón : ―Bueno, cerremos trato entonces. Yo nunca me voy con las manos vacías cuando empiezo un negocio. ―Así nomás ―le pregunto. ―Sí, así nomás, entre caballeros la palabra vale. ¿Qué esperaba Ricardo? , firmar con sangre como las películas. Yo soy un comerciante, simplemente compro y vendo. La única diferencia es que mi mercadería es muy especial, nada más. Cerremos el negocio; dígame qué quiere y que me da. ―Quiero un domingo completo, fideos caseros con tuco, un patio con sol y plantas y después mi viejo que me lleva al estadio a ver por primera vez el clásico. Y también quiero una noche de tormenta con muchos rayos, y mi vieja que me viene a buscar a la cama porque soy muy chiquito y estoy muy asustado y se queda conmigo cantándome una canción, y también quiero un abrazo de mi vieja pero de ésos que no se olvidan, y… y… un beso de amor, éso, el primer beso, con una chica que me quiera de verdad en una plaza de barrio una noche de verano, y también un… ―Espere Ricardo. Le dije dos. Nada más. Tiene que elegir, Es así el negocio. ―Es difícil. ―Sí, ya sé que es difícil, pero es así. Sólo dos, no hay más por este año. Si nos volvemos a cruzar tendrá otra oportunidad. Lo pienso un poco y me decido. ―Bueno está bien. Deme a una abuela amasando y haciendo tuco para los fideos del domingo y un primer beso, pero que sea de amor verdadero. ―Delo por hecho. No hay problema con eso. Ahora usted. Muéstreme qué tiene, qué quiere que me lleve. ―No sé, qué quiere, tengo casi de todo. En el instituto de menores uno aprende casi de todo, desde robar hasta clavar una faca sin que lo vean, o si prefiere algo un poco más picante le puedo dar la primera vez que nos culeamos entre todos al tarado en el baño del instituto. También tengo algunos años en el penal de Batán. ¿Qué quiere? ―No, de esos recuerdos tengo varios y parecidos. Algo más, como le diría, algo que sea más suyo. Algo único. Muéstreme que tiene. Yo sé que tiene más. Yo lo sé, pero es usted el que me lo tiene que dar. ―No sé a qué se refiere, qué es lo que quiere. ―Sí que sabe, haga un esfuerzo y busque. Busque un poco más dentro suyo. Busque, busque, vaya para atrás. ―¿Para atrás? No lo entiendo, no sé qué quiere. El chino me mira sin pestañear, tratando de ver el fondo de mis ojos mientras los suyos se convierten en una raya brillante, iluminados por las luces de los cohetes. ―Mire amigo, se lo voy a decir directamente. Quiero que me dé el frío de la mano de su madre. Su madre en la camilla del hospital. Muerta. Cagada a palos por uno de esos tipos cualquiera. Ese quiero. Ese es único, solo suyo. Tráigalo a su mente, recuérdelo y me lo da. ―No, ése no. Por qué quiere ése ―le digo, casi balbuceando. ―Porque es genuino, es único, Ese es suyo solamente, ya se lo dije, yo busco cosas que otros no tienen. ―No, ése no se lo doy. Elija cualquier otro, le doy dos yo también, cual-quier otro – le contesto convirtiéndome en un improvisado negociador. El chino, baja la vista, mira el suelo, piensa un rato, después me mira. ―Bueno. Hecho. Ya le dije que nunca me voy con las manos vacías, nunca dejo un negocio sin terminar. Piense, cierre los ojos, recuerde. Yo hago el resto. Le hice caso. Pasaron unos pocos minutos, se levantó de la silla y se despidió de mí con una leve inclinación de su cabeza. De pie y antes de salir me dice: No se preocupe por el vino. La cuenta está pagada. Gracias y que tenga un buen año. Lo veo salir hacia la avenida caminando despacio y sin hacer ruido. Está comenzando a amanecer. Yo también me levanto y me voy del bar. Me siento un poco borracho. Fue una noche larga, y rara, pienso mientras me abrocho el cuello de la camisa para protegerme de la bruma húmeda del amanecer. En la calle restos de papeles de cohetes, de cañitas voladoras, y botellas de sidra en la vereda me dicen que empezó un año nuevo. Mientras camino hacia mi casa, tranquilo, bordeando la costa silbo bajito los compases de “Niebla del riachuelo”. El aire fresco del amanecer y el olor a salitre comienzan a hacer desaparecer mi borrachera, de pronto y sin motivo alguno me acuerdo de mi abuela cocinando el tuco de los domingos, amasando los fideos, y el recuerdo de ese olor me reconforta. Pienso en mi vieja, pero por una extraña razón que no alcanzo a comprender, su cara se desdibuja, por más que lo intento el recuerdo se va, no aparece, no puedo acordarme de ella.